historia de una cuentista

Cada lugar, cada esquina tiene para mí algo de magia o de ángel…

El ángel de la casa.

 Era el camino obligado de todas las tardes. En el invierno esas caminatas por el barrio desde la avenida Cabildo hasta su casa eran oscuras además de frías. El sol caía temprano y las altas magnolias, camelias y palmeras de la casa, oscurecían el lugar y lo alargaban sobre las veredas.

Quizás por ello amaba el verano, porque a pesar de la hora podía admirar el frente, aún  hermoso, del primer piso de la casa vieja.

Más arriba un solitario mirador de techo de pizarra. El ángel parecía colgado de él.

Según los datos que se conocían en el barrio la construcción de la casa de Delcasse era del año 1883. El frente sobre la calle Cuba tenía el número 1919. Los fondos, siguiendo por Sucre, llegaban hasta Arcos donde un cedro gigantesco extendía sus ramas sobre un antiguo portón de hierro tan simple y oxidado que pasaba inadvertido.

Se decía -relatos de viejos- que en esos fondos, en ese jardín de atrás donde el propietario había levantado un pabellón que funcionaba como sala de armas, habían sucedido los últimos duelos en Buenos Aires.

El portón herrumbrado y seguramente imposible de abrir permitiría en años aquellos la entrada de los contendientes, sus padrinos y alguno que otro testigo. Seguramente la salida era más furtiva y manchada de sangre…

Nada indicaba ahora que la casa estuviese habitada. La puerta alta de madera permanecía siempre cerrada así como las pocas celosías que se podían ver, todas del primer piso. El muro y el portón no dejaban ver el jardín y las ventanas de abajo.

Ese macizo portón de madera cruda, oscura y ya bastante viejo poseía una pequeña puerta como para permitir la entrada y salida de las personas. En su mejor época se debía haber necesitado su total apertura para dejar paso a los carruajes.

Laura aminoraba el ritmo de su paso cuando cruzaba y empezaba a recorrer las veredas rotas de la casa. De la amplia manzana la finca ocupaba la mitad. Abarcaba Sucre de esquina a esquina.

Caminaba despacio mientras miraba al ángel del frente, admiraba su expresión serena y observaba sus manos sosteniendo o tocando la lira. La figura femenina y alada, a pesar de su quietud, parecía dispuesta a volar en cualquier momento; pasaba la vista por cada una de las celosías cerradas y aspiraba profundamente el perfume a jazmín y madreselva de las enredaderas del muro que trepando y avanzando llegaban hasta la esquina de Arcos. En esa esquina se detenía, se apoyaba suavemente en el muro gris verdoso de la ochava y esperaba unos minutos.

La gata blanca llegaba del lado norte, como si viniese desde la Avda. Juramento. No actuaba como un gato común y receloso. Avanzaba por el medio de la vereda, con paso lento y majestuoso y la esponjosa cola levantada.

Frente al mohoso portón de atrás, aquel de las salidas furtivas, se detenía y tomaba asiento.

La gata esperaba, Laura esperaba.

Al principio no sintió nunca ruido alguno, con el pasar de los meses su oído se acostumbró y llegó a escuchar la apertura de una puerta. Después el crujido.

Ese sonido era la señal para la gata y para Laura, el animal se levantaba y atravesando los barrotes se hundía en la espesura del jardín del fondo. Laura se adelantaba hasta unos pocos centímetros de la reja y asomaba la cabeza. Seguía con la vista la inconfundible mancha blanca hasta que desaparecía detrás de los arbustos. Veía la cola blanca llegar hasta la casa y sentía el cierre quejumbroso de alguna puerta. Volvía a darse unos minutos de espera, luego levantaba la vista para ver en medio de la oscuridad de la casa cerrada una luz parpadeante detrás de las ventanas del cuarto de la esquina. Siempre era el mismo, el único que se iluminaba.

Siempre la misma ventana de la casa con más de 20 habitaciones. Todas las demás permanecían oscuras y silenciosas.

Esperaba unos minutos más hasta que escuchaba la música y entonces seguía su camino. Rutina de muchos años. Muchos domingos. Llovizna, calor o frío, vacaciones o feriados, la gata llegaba siempre a su hora y entraba a la señal. Después la luz y la música.

Más veranos. 

Laura paseó muchas veces el cochecito de sus hijos y volvió a la esquina a esperar la llegada de la gata blanca. A aguardar la luz y la música.

Algunas veces el suceso quiso tomar en su cabeza forma de realidad y ser algo explicable: quizás una dinastía de gatas blancas se sucedían en el ingreso a la casa del ángel. Un suceso común y lógico. Nunca un extraño ritual.

Por 1980, o tal vez un par de años antes, la fecha escapa ahora de su memoria, salió en unas revistas y se comentó en el barrio que la casa del ángel se vendía e iba a ser demolida.

Alguna sociedad vecinal trató de defender la casona, se buscó algún suceso histórico que la salvase, incluso se hablo de comprarla. Nunca se encontró el suceso, nunca se juntó el dinero y solo se logró detener la obra algunos meses. En el alto muro unos carteles inmensos mostraban como quedaría la construcción terminada: una elegante, corta y funcional galería, varios subsuelos de cocheras hacia abajo, tres torres de departamentos como de 20 amplios pisos cada una y en la entrada de la esquina de Cuba y Sucre, el ángel, salvado de la demolición y del remate, pasaría a integrar el decorado del nuevo y moderno edificio. La casa del ángel se convertía en La galería del ángel y el barrio se tranquilizó.

Pasaron los años de la construcción. Terminada la obra se pudo volver a admirar al ángel remozado, con su lira entre las manos. Una fuente fue colocada en la salida de la galería, casi en el sitio donde en otros tiempos estaba el portón de rejas oxidadas y la sombra del olmo.

Ya Laura no pasaba por allí. Ya no volvía por Sucre hacia su casa y la galería, metida dentro del barrio, pequeña, hermosa, pero demasiado exclusiva, no era un lugar al que se pensara ir diariamente.

Si alguna vez pasaba por allí, incluso si iba para ese lado se empeñaba en encontrar la calle, las esquinas, se esforzaba por volver a recorrerlas, caminar por las veredas de Sucre evocando con nostalgia la vieja casona. Se detenía para mirar al ángel que, como antaño, parecía a punto de salir volando.

Alguna vez se sentó a tomar un café en las pequeñas y blancas mesitas que las confiterías desparramaban por las veredas ahora amplias e iluminadas. Tomaba, entre recuerdos, un café, caliente, caro y bien servido.

La casa de perfumes estaba en una de las salidas, daba a la fuente de agua de la esquina de atrás.

Ese día, aburrida, se quedó mirando los frascos de perfumes, coloridos, pequeños y sin precio.

Más allá un local de las tantas cadenas de supermercados que había en Belgrano le recordó que necesitaba algunas cosas para su casa. ¿Pero cuáles?. Los años no habían pasado en vano, los años y los sucesos le habían quitado la memoria. Sabía que no era la memoria en sí, sino que le sucedían olvidos. Sí, se distraía y, quizá, prefería olvidar algunas cosas.

-Leche, leche y ¿qué más?.

Miraba sin ver hacia la vereda de la calle Arcos cuando la vio aparecer, blanca como siempre, por el medio de la vereda, a paso lento, majestuoso y sin miedo. Siempre con la cola esponjosa y levantada.

Sintió un escalofrío que comenzó en la nuca y le recorrió toda la espalda. Se quedó clavada en el lugar con los ojos fijos en el animal blanco que se acercaba decidido hacia donde ella estaba. Se detuvo casi a sus pies y tomó asiento. La miró fijamente.

Como en otros  ayeres, las dos esperaron.

El sonido de la puerta al abrirse fue claro. La gata se incorporó y Laura giró levemente la cabeza y miró hacia donde ahora miraba la gata.

Esfumado, en medio de la perfumería, se abría el jardín del fondo tan lleno de malezas como lo recordaba y bien atrás, casi en el corazón de la primera torre, una puerta.

Una joven, casi una niña, se tomaba del picaporte, llevaba un vestido azul pasado de moda.

Laura recién parpadeó cuando la gata la rozó con su cola al pasar a su lado para internarse entre las difusas malezas. En su mente la idea le daba vueltas:

-Estás soñando. –se dijo.

-Seguro, todo es un sueño.

También pensó que estaba peor que nunca, jamás le había pasado soñar despierta por lo que, un tanto malhumorada, apartó la vista de la imagen imprecisa y se dirigió hacia el banco de piedra que rodeaba la fuente. Se sentó.

Fue muy leve el roce de la mano. Cuando levantó los ojos la joven con la gata en brazos estaba a su lado. Le sonreía suavemente. Depositó en su regazo a la gata blanca.

Laura pasó los dedos sobre el pelaje suave y largo mientras miraba a la niña. Era muy joven. Levemente se sentó a su lado, parecía estar y no estar sentada, volvió a sonreírle.

-Ahora que viniste te la puedo dejar…–. Hizo una pausa.

-¿Dejar? –la pregunta de Laura salió con voz quebrada.

-Sí, debo irme. –dijo mientras doblaba la cabeza y miraba.

Observó la galería, levantó la vista para mirar los pisos altos, detuvo su atención en las veredas pobladas de mesitas. Otra vez se dirigió a Laura:

–Quédate con Carlota, por favor. Tengo que irme. Y tengo que ir sola.

-Claro. –realmente no sabía por qué respondía.

– Te dejo a mi amiguita. No puede venir conmigo.

Antes que Laura pudiese preguntar sintió el beso suave en la mejilla. Cuando reaccionó estaba sola, la gata acurrucada sobre sus piernas.

Miró atentamente cada lugar, cada rincón. Recogió la gata y caminó por los alrededores. Lo hizo demasiado tiempo, pero inútilmente.

La gata se dormía, con ella en los brazos se volvió a su casa. Carlota se instaló como si siempre hubiese formado parte de la familia. Si le preguntaban el origen solo atinaba a decir: -Es de la casa del ángel-.

Los días pasaron, Laura siguió escribiendo. Carlota durmiendo esperaba que terminase la tarea de ese día para realizar el ritual de mimos y ronroneos.

Una noche como tantas pasó una amiga por su casa.

-¡Qué tal!, ¿Cómo están tus cosas?, ¡Qué horrible tiempo!, ¡Seguro que mañana llueve!, ¡Qué caro está todo!, y también, como era habitual:

-¡Qué linda gata!. ¿De dónde salió?.-.

-Es la gata de la casa del ángel. –repitió como otras veces.

-¿En serio?. Ahora es sin ángel…  ¿Sabías?.

-No,… no sé, ¿Qué pasó? –Laura prestó más atención.

-Parece que el ángel se “voló”, -contó Leticia.

-¿Se voló?

-Bueno, es un decir…, parece que lo robaron. Una mañana ya no estaba. Ahora están terminando una réplica para rellenar el sitio en la entrada de la galería.-

Después todo continuó con: -¡Qué caro está todo! (otra vez), ¡Viste la película tal!,¡Seguro que mañana llueve!(otra vez)¡Pero viste cómo aumentaron los precios!¿Y de dónde me dijiste que era la gata?

Laura oía sin escuchar. Conocía a Leticia y que después de algunos cuántos “qué caro está todo”, su amiga se iría a su casa y la noche sería toda suya para escribir. Sabía ahora que Carlota no era ya la gata de la casa del ángel. Sabía que ya era suya, como la noche. Y sabía que el nuevo cuento iba a empezar algo así como: “Era el camino obligado todas las tardes. En el invierno esas caminatas por el barrio desde la avenida Cabildo hasta su casa eran oscuras además de frías…” 

María Mercedes MacLean

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